Espasmos orgásmicos

 

Larga la espera,

para el cuerpo que cruje,

el vientre que truena,

los labios que piden  y

los ojos que se van.

 

Larga la espera,

y las manos se agitan

y las piernas se entumen

y el estomago estalla.

 

Larga la espera,

de minutos indomables,

intolerables y adictivos,

de espasmos orgásmicos,

que se encojen y estiran

y se aflojan y te agotan,

segundo a segundo,

hasta reventar.

 

Larga la espera,

para el corazón que salta,

para músculos de piedra,

para extremidades y vientres,

con  sangre que prende.

 

Larga la espera,

del cuerpo excitado,

que renace y se deshace

incesantemente

esperando llegar.

 

Larga la espera,

de los cuerpos que aguantan,

agarrotados entre ideas,

de las almas que esperan,

en tierna oscuridad,

de los besos que se agotan,

y de esos espasmos orgásmicos,

que no logran terminar.

 

 

El delfín de Ebrard


Los cambios en el Gabinete


Los cambios en el Gabinete realizados por el Presidente Felipe Calderón son producto de la circunstancia político-electoral y cierre de sexenio. Tienen como objetivo centralizar el poder y su mando. Según Max Weber, la burocracia debe de caracterizarse por su especialización, competencia técnica y meritocrática, con fuerte énfasis en el criterio de eficacia.

Es evidente que el perfil técnico-profesional requerido para encabezar áreas clave del gabinete no es el criterio con el que el Presidente ha elegido a los titulares de la Administración Pública: el criterio principal de la clase política que gira alrededor del Ejecutivo es la cercanía, la lealtad, la fidelidad y la sumisión ante sus decisiones.
Aunque no han sido los mejores candidatos al puesto, cabe destacar que los funcionarios han sido exitosos y eficaces en sus tareas; sin embargo, la coyuntura político electoral los ha movido de un lugar a otro y eso impide que su trabajo sea de proyecto de Estado.

Es la inestabilidad del gabinete lo que ha traído la inestabilidad en la Administración Pública y es por ello que, como he enfatizado en columnas anteriores, estoy convencida que el control de la Administración Pública no debe dejarse al Ejecutivo, ya que la asignación de cargos debe de estar asociada con la competencia y debate partidista del Legislativo- y no con la decisión unipersonal y discrecional del Ejecutivo en turno.

El juego sería de la siguiente manera: un legislador que recomiende a un funcionario ineficaz para algún cargo en el Gabinete sería vetado de las próximas designaciones, y perdería la capacidad de influir en el desempeño de la Administración Pública.

Una solución a la problemática expuesta anteriormente podría ser la rendición de cuentas de forma periódica y obligada ante el Congreso de la Unión, siendo ésta una fórmula para introducir mayor profesionalismo en el Gabinete presidencial.

Otra solución podría ser la construcción de un Gobierno de Coalición o compartido, en el que las mayorías en el Congreso puedan asignar algunos cargos del Gabinete del Ejecutivo y así obligar a los legisladores a asignar a un titular eficaz; de otra forma, perderían el control sobre parte de la burocracia. Adicionalmente, esta fórmula ayudaría a construir una mayoría estable que suponga una mayor gobernabilidad y una relación más fluida entre el Presidente y el Poder Legislativo

Una guerra por la educación


ELENA ACHAR

Es común escuchar en las calles afirmaciones como “hace falta una mano dura” o “necesitamos un dictador que ponga orden”. Estas palabras duras son afirmaciones que denotan el enojo, el hartazgo y la frustración de los mexicanos con la situación que vive nuestro país en materia de inseguridad, la falta de certidumbre jurídica y la sensación que México no avanza. Es posible que esto conlleve una falta de satisfacción con el régimen democrático, pero es una asociación errónea y peligrosa: el problema no está en la democracia en sí misma sino en una cultura política con rasgos autoritarios, la ausencia de la aplicación del Estado de Derecho y de la ineficiencia del sistema institucional.

La democracia es un medio y una herramienta para los ciudadanos, que permite exigir a nuestro Gobierno eficacia. El problema es la falta de caminos institucionales para que la ciudadanía plantee sus demandas y los gobernantes rindan cuentas. Sin embargo, el ciudadano común asocia ineficacia gubernamental con régimen democrático.

Esto lo demuestra la encuesta del Latinobarómetro 2010: México registra los niveles más bajos de satisfacción con el funcionamiento de la democracia y de la economía. De acuerdo con la encuesta, el 27% de los entrevistados en nuestro país dijo estar satisfecho con el funcionamiento de la democracia, en comparación con Uruguay, quien registra el mayor nivel de satisfacción (78%).

El carácter autoritario, corporativo y patrimonial que la mayoría los mexicanos favorecemos (y que el PRI está capitalizando) es consecuencia de la asociación de esos valores con la etapa de oro del PRI (1940-1960), el régimen que el PRI lideró en algún momento de nuestra historia en donde hubo crecimiento y desarrollo y es el recuerdo más próximo que tenemos los mexicanos de una calidad de vida digna y una creciente clase media con sueños y esperanzas de que México puede ser potencia mundial.

Macario Schettino (Nexos, agosto 2011) expresa perfectamente esta idea que tenemos cuando recordamos con nostalgia al viejo régimen que expuse anteriormente: cuando habla del “pequeño priista que todos llevamos dentro”, explica: “Fue la recuperación de la estructura de poder más estable en nuestra historia: el monarca sexenal encargado de salvarnos, de justificar nuestra existencia y decidir por nosotros, siempre en el camino de ese paraíso terrenal por venir: la revolución”.¿Será por eso que algunos analistas reiteran la inminente guerra civil, un “Holocausto mexicano”? (“Conversación en las tinieblas”,José Emilio Pacheco, julio del 2011, Proceso).

El problema de “la guerra contra el narco” es que no tenemos una concepción clara de los que estamos viviendo: en México no tenemos ya claro quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios. Estudiantes, sicarios, policías y soldados mueren. ¿Quién es la víctima?. ¿Contra quién es la guerra? El enfoque de la guerra se ha perdido y con ello la credibilidad, no sólo del Gobierno de Calderón, sino también de nuestras instituciones.

¿De qué sirve atacar con armas y no con educación? No debemos de entrar a la guerra contra el narcotráfico sino entrar a una guerra contra la impunidad; por la reestructuración y el mantenimiento del Estado de Derecho; por lo valores que componen un Estado democrático libre, que protege a sus ciudadanos y sus derechos. No es una guerra contra los narcotraficantes, sino contra los jueces corruptos, contra un sistema democrático que facilita la impunidad.

Debemos de luchar contra los abusos patronales, contra el abuso de poder, etc. La las balas más eficaces son las de la educación.La democracia en México no es viable sin la aplicación del Estado de Derecho. La batalla que debe de librar México es contra la cultura política que premia la simulación y no la incentiva a sus gobernantes a trabajar. Diego Patersen Farah explica en su artículo de “La guerra que no fue” (Nexos, agosto 2011) explica que “en un país donde es muy costoso vivir y matar es muy barato, algo de raíz esta mal”.

El sector privado debe de entender que si el Estado mexicano actúa de manera selectiva en la aplicación de la ley, en materia de prácticas comerciales o en materia de competitividad, en sí mismo se construye un sistema de justicia selectivo y se incentiva a los gobernantes aplicar selectivamente todo tipo de políticas.

Ésta es la cultura que nos mata y no es viable a largo plazo.Recordemos que la mejor arma contra el narcotráfico en la historia reciente fue diseñada por Álvaro Uribe, quien lanzó en Colombia una potente señal al condenar a su propio hermano, con lo cual dejó fuera a todas las personas que, amparadas en su dinero y su poder, querían burlar la ley.

Ésas son las accione que tienen se tienen que impulsar desde la sociedad y desde el gobierno, ya que las excepciones corrompen el sistema y nos perjudican a todos, aun a los más “selectos”.

La mano que mece el escándalo por: Jorge Zepeda Patterson.


Probablemente Andrés Manuel López Obrador hoy sería presidente si México no hubiera visto los videos en que sus colaboradores se embolsaron dinero de Ahumada. Seguramente el entonces vicepresidente Al Gore habría derrotado a George Bush si el affaire Lewinsky no hubiese ensombrecido los últimos meses del gobierno de Bill Clinton. Las derrotas de ambos, López Obrador y Gore, fueron por un margen tan microscópico que ilustran con claridad el impacto político electoral de los escándalos mediáticos. Paradojas de la vida, una mancha de semen en un vestido cambió la historia mundial, y sin duda la vida (y la muerte) de miles de iraquíes víctimas de la obsesión guerrera de Bush.
Y si hubiese alguna duda sobre el efecto de estos escándalos, allí está el mayúsculo descalabro en que incurrió Strauss-Khan, el candidato puntero en Francia, rival de Sarkozy. De la noche a la mañana el poderoso presidente del FMI se convirtió en un paria internacional por un incidente que cambiará la historia mundial (no minimizo la gravedad del delito, en proceso de investigarse, puntualizo sus consecuencia políticas).

El escándalo político cuando es “efectivo” parece mágico y por lo mismo resulta irresistible la tentación de utilizarlo. Puedo imaginarme los rostros exultantes de Diego Fernández de Cevallos y de Carlos Salinas cuando preparaban la estrategia para divulgar los videos de Ahumada, aún incrédulos de su suerte.

Al descontón mediático recurrió Roberto Madrazo para imponer un tatequieto a su competidor Arturo Montiel cuando peleaban la candidatura del PRI a la Presidencia en el 2006. Probablemente Madrazo habría ganado esa disputa de cualquier forma, pero el famoso Tucom (Todos Unidos contra Madrazo) había minado la candidatura del tabasqueño. Bastó ventilar los ingentes depósitos bancarios de los hijos del gobernador Montiel, y difundir imágenes de las fachadas imperiales de sus residencias para eliminarlo por knock-out.

La efectividad de un golpe a la credibilidad de un político es independiente de la calidad moral de quien lo acusa. O dicho de otra manera, nadie puede acusar de honestidad o de pobreza franciscana a Diego Fernández y a Carlos Salinas, organizadores de la crucifixión de Bejarano y compañía. Y entre el Madrazo que se roba maratones y el enamoradizo Montiel, es imposible decidir a quién confiarle una cartera. El colmo lo tendría Newt Gingrich, entonces líder de la Cámara baja, quien hizo cruzada personal contra Clinton el affaire Lewinsky, pese a que en ese momento él vivía un tórrido romance extramarital con su asistente, 23 años menor.

Es inevitable relacionar el escándalo Strauss-Khan y su impacto de 180 grados en la política francesa, con la carrera presidencial mexicana. Algunos creen que un imponderable mediático es la única variable que podría alterar una competencia que, según las encuestas, parecería decidida a favor de Enrique Peña Nieto. Por lo mismo, en muchas charlas de sobremesa a lo largo del país la gente se pregunta: ¿habrá una bomba política en el camino del mexiquense?

Desde luego los panistas tienen razón cuando advierten que hace seis años López Obrador llevaba una ventaja similar sobre otros precandidatos. Pero justamente, los videos de Ponce y de Bejarano fueron factor importante para disminuir esa ventaja, pues posteriormente fueron un insumo de la estrategia de contracampaña para pintar a López Obrador como peligro para México.

El equipo de Peña ha querido vacunarlo contra cualquier embate a su pasado. Él mismo ha comenzado a hablar de aspectos familiares que podrían estar sujetos a controversia. Su equipo asegura que los tropiezos de su trayectoria no dan para ocho columnas. Otros presumen del efecto teflón que ha adquirido su imagen, capaz de neutralizar la divulgación de algún defecto o falla.

Y pese a todo, en círculos panistas se habla de la inminencia de un golpe mediático importante antes de la elección del Edomex. La detención de un ex gobernador priísta vinculado al narcotráfico (candidatos no faltan), la aprehensión de El Chapo o la denuncia de una red de corrupción cercana a la élite mexiquense. Mi impresión es que ni los tres milagros sumados podrían ayudar a Felipe Bravo Mena.

No tengo duda que las vidas de cada uno de los contendientes son escudriñadas por propios y extraños. Sus conversaciones son grabadas en busca de la frase comprometedora y sus correos electrónicos intervenidos tienen más lectores que algunos periódicos. La tentación de descontar al enemigo es irresistible y seguramente será un recurso utilizado en los próximos meses. Sólo falta esperar quién será el primer protagonista del escándalo y quién será la mano ejecutora.

http://www.jorgezepeda.net twitter: @jorgezepedap
Economista y sociólogo

Entrones por: Luis Rubio


22 May. 11

Se respira un aire de éxito y de oportunidad y hasta el más modesto de los ciudadanos habla del futuro. La pregunta es qué sustenta ese optimismo tan flagrante. Brasil impresiona por la actitud de su población y porque se han creído la posibilidad del desarrollo a pesar de los obstáculos que les impone su impenetrable burocracia, la deteriorada infraestructura y la existencia de oligopolios en un mercado tras otro. Lo que más me impresionó en una reciente visita fue lo «entrones» que son y la forma en que no se dejan intimidar por las condiciones adversas: en lugar de quejarse, ven cómo le hacen para ser exitosos. El contraste con México es impactante, pero no por su estrategia de desarrollo sino por la actitud de su gente.

La explicación más obvia de su éxito reciente reside en dos circunstancias: un entorno predecible, producto de un conjunto de reformas serias aunque relativamente modestas, pero sobre todo de la continuidad en la política económica. El presidente Cardoso llevó a cabo las reformas en los noventa y el presidente Lula las continuó sin alterar el curso: la retórica cambió pero el camino se mantuvo. Por otro lado, los brasileños han contado con el excepcional liderazgo de dos presidentes, sobre todo del segundo. Lula transformó a Brasil no sólo por su decisión de mantener el rumbo sino porque, al no cambiarlo ni implantar medidas radicales, consolidó las instituciones democráticas. Además, privilegió el futuro sobre los problemas cotidianos y convenció a la población. Actitud y liderazgo hicieron magia.

País interesante, grande y diverso, con distancias enormes, carece de una infraestructura ferroviaria, lo que satura las carreteras de camiones de carga. El comercio exterior padece de pésimos puertos y conexiones al interior. Las exportaciones más exitosas -carne, granos y minerales- funcionan porque su producción se encuentra cerca de la costa.

La pregunta obvia para un visitante mexicano es qué han hecho ellos que sea distinto, que les ha dado la fortaleza que hoy presumen. Sin duda, la diferencia reside en su actitud y el liderazgo, pues en términos estructurales hay más mito que realización. El gobierno brasileño recauda mucho más que el mexicano (la mayoría de la diferencia son impuestos locales) pero su gasto no es muy encomiable: más dinero no ha hecho sino promover y hacer posibles proyectos faraónicos como su capital y su política industrial.

El gran proyecto de Lula fue financiar a las familias más pobres con un programa similar a Oportunidades, que contribuyó (igual que aquí) a que varios millones de personas se incorporaran a los circuitos de consumo: su objetivo explícito fue crear una sociedad de clase media. Lo que Lula no abandonó fue la promoción de la industria local: el gobierno ha financiado la expansión de muchas empresas por el sólo hecho de ser brasileñas. El gran tema es quién y cómo ha pagado esto. La respuesta es muy simple: los impuestos tan elevados le generan fondos suficientes para toda clase de proyectos pero lo hace a costa de la población. Un automóvil Corolla, que en México cuesta $256 mil, para los brasileños tiene un costo de $524 mil. No hay comida gratuita.

Ahí yace la diferencia principal: en los ochenta México optó por colocar al consumidor como el beneficiario y objetivo de la política económica mientras que el brasileño privilegia al empresario. De ese enfoque estratégico se deriva todo el resto: el gobierno de ese país hace todo lo posible por fortalecer la capitalización de sus empresas, elevar su rentabilidad y protegerlas de la competencia. Eso no implica que el país esté cerrado a las importaciones, sino que su objetivo central reside en la construcción de una economía dirigida desde el gobierno. El resultado es que los consumidores tienen acceso a productos mucho más costosos y de menor calidad que los mexicanos. Algún día Brasil liberalizará su mercado y eso entrañará un severo ajuste por el que nosotros ya pasamos. Mucho de la historia está todavía por escribirse.

En contraste con Brasil, que ha sido consistente en su estrategia económica, nosotros hemos ido dando tumbos: una cosa se abre, otra se cierra. No hay consistencia, no hay sentido de dirección: no nos hemos atrevido a llevar el modelo ciudadano a la política, los monopolios y los privilegios. La ausencia de estrategia y de liderazgo explica en buena medida las diferentes percepciones que tenemos respecto al futuro.

Hay otra diferencia sustantiva. Aunque los números de homicidios como porcentaje de la población son peores en Brasil, la realidad es que se trata de dos fenómenos distintos. Brasil enfrenta un enorme problema de criminalidad en algunas ciudades, comenzando por Río de Janeiro, pero no es un problema que se extiende día a día como ocurre en nuestro país. Más importante: los brasileños se han empeñado en construir capacidad policiaca y han optado por formas «creativas» de enfrentar sus males, como el hecho de llevar el mundial de futbol y las olimpiadas precisamente a Río, ambos proyectos concebidos, al menos en parte, como medios para limpiar zonas saturadas de delincuentes y transformar a la región.

Quizá la pregunta importante sea si México podría hacer algo similar, es decir, fortalecer al gobierno como factor de desarrollo y proteger y subsidiar a la planta productiva. El mercado interno de Brasil es mucho mayor al mexicano, lo que le da una relativa ventaja; sin embargo, la verdadera diferencia reside en que Brasil ha tenido una enorme fuente de financiamiento -sus exportaciones a China- que le ha permitido toda clase de proyectos (y excesos) a través del gasto. Además, los fondos que lograron obtener para el desarrollo de los nuevos campos petroleros le procurarán enormes flujos de dinero que, empleados inteligentemente, podrían hacer maravillas. Nosotros también hemos estado ahí: muchos recursos petroleros pero poca realización de largo plazo. El problema, allá y aquí, reside en la forma en que se emplea el dinero. Cuando cambien las condiciones externas, Brasil tendrá que realizar un gran ajuste fiscal: aunque tienen gran claridad de rumbo, no es obvio que vayan a ser más exitosos que nosotros.

México y Brasil optaron por distintos modos de interacción con el resto del mundo; sin embargo, nada garantiza que su modelo sea superior al nuestro. Lo que es claro es que el éxito reside en qué tan idónea es la estrategia para lograr el desarrollo: ninguno ha encontrado la piedra filosofal. Por todo ello, la diferencia fundamental es de enfoque y de visión: allá tienen optimismo de sobra. Un poco de buen liderazgo con claridad de rumbo aquí también podría hacer magia.

http://www.cidac.org
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Entrones por: Luis Rubio


22 May. 11

Se respira un aire de éxito y de oportunidad y hasta el más modesto de los ciudadanos habla del futuro. La pregunta es qué sustenta ese optimismo tan flagrante. Brasil impresiona por la actitud de su población y porque se han creído la posibilidad del desarrollo a pesar de los obstáculos que les impone su impenetrable burocracia, la deteriorada infraestructura y la existencia de oligopolios en un mercado tras otro. Lo que más me impresionó en una reciente visita fue lo «entrones» que son y la forma en que no se dejan intimidar por las condiciones adversas: en lugar de quejarse, ven cómo le hacen para ser exitosos. El contraste con México es impactante, pero no por su estrategia de desarrollo sino por la actitud de su gente.

La explicación más obvia de su éxito reciente reside en dos circunstancias: un entorno predecible, producto de un conjunto de reformas serias aunque relativamente modestas, pero sobre todo de la continuidad en la política económica. El presidente Cardoso llevó a cabo las reformas en los noventa y el presidente Lula las continuó sin alterar el curso: la retórica cambió pero el camino se mantuvo. Por otro lado, los brasileños han contado con el excepcional liderazgo de dos presidentes, sobre todo del segundo. Lula transformó a Brasil no sólo por su decisión de mantener el rumbo sino porque, al no cambiarlo ni implantar medidas radicales, consolidó las instituciones democráticas. Además, privilegió el futuro sobre los problemas cotidianos y convenció a la población. Actitud y liderazgo hicieron magia.

País interesante, grande y diverso, con distancias enormes, carece de una infraestructura ferroviaria, lo que satura las carreteras de camiones de carga. El comercio exterior padece de pésimos puertos y conexiones al interior. Las exportaciones más exitosas -carne, granos y minerales- funcionan porque su producción se encuentra cerca de la costa.

La pregunta obvia para un visitante mexicano es qué han hecho ellos que sea distinto, que les ha dado la fortaleza que hoy presumen. Sin duda, la diferencia reside en su actitud y el liderazgo, pues en términos estructurales hay más mito que realización. El gobierno brasileño recauda mucho más que el mexicano (la mayoría de la diferencia son impuestos locales) pero su gasto no es muy encomiable: más dinero no ha hecho sino promover y hacer posibles proyectos faraónicos como su capital y su política industrial.

El gran proyecto de Lula fue financiar a las familias más pobres con un programa similar a Oportunidades, que contribuyó (igual que aquí) a que varios millones de personas se incorporaran a los circuitos de consumo: su objetivo explícito fue crear una sociedad de clase media. Lo que Lula no abandonó fue la promoción de la industria local: el gobierno ha financiado la expansión de muchas empresas por el sólo hecho de ser brasileñas. El gran tema es quién y cómo ha pagado esto. La respuesta es muy simple: los impuestos tan elevados le generan fondos suficientes para toda clase de proyectos pero lo hace a costa de la población. Un automóvil Corolla, que en México cuesta $256 mil, para los brasileños tiene un costo de $524 mil. No hay comida gratuita.

Ahí yace la diferencia principal: en los ochenta México optó por colocar al consumidor como el beneficiario y objetivo de la política económica mientras que el brasileño privilegia al empresario. De ese enfoque estratégico se deriva todo el resto: el gobierno de ese país hace todo lo posible por fortalecer la capitalización de sus empresas, elevar su rentabilidad y protegerlas de la competencia. Eso no implica que el país esté cerrado a las importaciones, sino que su objetivo central reside en la construcción de una economía dirigida desde el gobierno. El resultado es que los consumidores tienen acceso a productos mucho más costosos y de menor calidad que los mexicanos. Algún día Brasil liberalizará su mercado y eso entrañará un severo ajuste por el que nosotros ya pasamos. Mucho de la historia está todavía por escribirse.

En contraste con Brasil, que ha sido consistente en su estrategia económica, nosotros hemos ido dando tumbos: una cosa se abre, otra se cierra. No hay consistencia, no hay sentido de dirección: no nos hemos atrevido a llevar el modelo ciudadano a la política, los monopolios y los privilegios. La ausencia de estrategia y de liderazgo explica en buena medida las diferentes percepciones que tenemos respecto al futuro.

Hay otra diferencia sustantiva. Aunque los números de homicidios como porcentaje de la población son peores en Brasil, la realidad es que se trata de dos fenómenos distintos. Brasil enfrenta un enorme problema de criminalidad en algunas ciudades, comenzando por Río de Janeiro, pero no es un problema que se extiende día a día como ocurre en nuestro país. Más importante: los brasileños se han empeñado en construir capacidad policiaca y han optado por formas «creativas» de enfrentar sus males, como el hecho de llevar el mundial de futbol y las olimpiadas precisamente a Río, ambos proyectos concebidos, al menos en parte, como medios para limpiar zonas saturadas de delincuentes y transformar a la región.

Quizá la pregunta importante sea si México podría hacer algo similar, es decir, fortalecer al gobierno como factor de desarrollo y proteger y subsidiar a la planta productiva. El mercado interno de Brasil es mucho mayor al mexicano, lo que le da una relativa ventaja; sin embargo, la verdadera diferencia reside en que Brasil ha tenido una enorme fuente de financiamiento -sus exportaciones a China- que le ha permitido toda clase de proyectos (y excesos) a través del gasto. Además, los fondos que lograron obtener para el desarrollo de los nuevos campos petroleros le procurarán enormes flujos de dinero que, empleados inteligentemente, podrían hacer maravillas. Nosotros también hemos estado ahí: muchos recursos petroleros pero poca realización de largo plazo. El problema, allá y aquí, reside en la forma en que se emplea el dinero. Cuando cambien las condiciones externas, Brasil tendrá que realizar un gran ajuste fiscal: aunque tienen gran claridad de rumbo, no es obvio que vayan a ser más exitosos que nosotros.

México y Brasil optaron por distintos modos de interacción con el resto del mundo; sin embargo, nada garantiza que su modelo sea superior al nuestro. Lo que es claro es que el éxito reside en qué tan idónea es la estrategia para lograr el desarrollo: ninguno ha encontrado la piedra filosofal. Por todo ello, la diferencia fundamental es de enfoque y de visión: allá tienen optimismo de sobra. Un poco de buen liderazgo con claridad de rumbo aquí también podría hacer magia.

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22 May. 11

Se respira un aire de éxito y de oportunidad y hasta el más modesto de los ciudadanos habla del futuro. La pregunta es qué sustenta ese optimismo tan flagrante. Brasil impresiona por la actitud de su población y porque se han creído la posibilidad del desarrollo a pesar de los obstáculos que les impone su impenetrable burocracia, la deteriorada infraestructura y la existencia de oligopolios en un mercado tras otro. Lo que más me impresionó en una reciente visita fue lo «entrones» que son y la forma en que no se dejan intimidar por las condiciones adversas: en lugar de quejarse, ven cómo le hacen para ser exitosos. El contraste con México es impactante, pero no por su estrategia de desarrollo sino por la actitud de su gente.

La explicación más obvia de su éxito reciente reside en dos circunstancias: un entorno predecible, producto de un conjunto de reformas serias aunque relativamente modestas, pero sobre todo de la continuidad en la política económica. El presidente Cardoso llevó a cabo las reformas en los noventa y el presidente Lula las continuó sin alterar el curso: la retórica cambió pero el camino se mantuvo. Por otro lado, los brasileños han contado con el excepcional liderazgo de dos presidentes, sobre todo del segundo. Lula transformó a Brasil no sólo por su decisión de mantener el rumbo sino porque, al no cambiarlo ni implantar medidas radicales, consolidó las instituciones democráticas. Además, privilegió el futuro sobre los problemas cotidianos y convenció a la población. Actitud y liderazgo hicieron magia.

País interesante, grande y diverso, con distancias enormes, carece de una infraestructura ferroviaria, lo que satura las carreteras de camiones de carga. El comercio exterior padece de pésimos puertos y conexiones al interior. Las exportaciones más exitosas -carne, granos y minerales- funcionan porque su producción se encuentra cerca de la costa.

La pregunta obvia para un visitante mexicano es qué han hecho ellos que sea distinto, que les ha dado la fortaleza que hoy presumen. Sin duda, la diferencia reside en su actitud y el liderazgo, pues en términos estructurales hay más mito que realización. El gobierno brasileño recauda mucho más que el mexicano (la mayoría de la diferencia son impuestos locales) pero su gasto no es muy encomiable: más dinero no ha hecho sino promover y hacer posibles proyectos faraónicos como su capital y su política industrial.

El gran proyecto de Lula fue financiar a las familias más pobres con un programa similar a Oportunidades, que contribuyó (igual que aquí) a que varios millones de personas se incorporaran a los circuitos de consumo: su objetivo explícito fue crear una sociedad de clase media. Lo que Lula no abandonó fue la promoción de la industria local: el gobierno ha financiado la expansión de muchas empresas por el sólo hecho de ser brasileñas. El gran tema es quién y cómo ha pagado esto. La respuesta es muy simple: los impuestos tan elevados le generan fondos suficientes para toda clase de proyectos pero lo hace a costa de la población. Un automóvil Corolla, que en México cuesta $256 mil, para los brasileños tiene un costo de $524 mil. No hay comida gratuita.

Ahí yace la diferencia principal: en los ochenta México optó por colocar al consumidor como el beneficiario y objetivo de la política económica mientras que el brasileño privilegia al empresario. De ese enfoque estratégico se deriva todo el resto: el gobierno de ese país hace todo lo posible por fortalecer la capitalización de sus empresas, elevar su rentabilidad y protegerlas de la competencia. Eso no implica que el país esté cerrado a las importaciones, sino que su objetivo central reside en la construcción de una economía dirigida desde el gobierno. El resultado es que los consumidores tienen acceso a productos mucho más costosos y de menor calidad que los mexicanos. Algún día Brasil liberalizará su mercado y eso entrañará un severo ajuste por el que nosotros ya pasamos. Mucho de la historia está todavía por escribirse.

En contraste con Brasil, que ha sido consistente en su estrategia económica, nosotros hemos ido dando tumbos: una cosa se abre, otra se cierra. No hay consistencia, no hay sentido de dirección: no nos hemos atrevido a llevar el modelo ciudadano a la política, los monopolios y los privilegios. La ausencia de estrategia y de liderazgo explica en buena medida las diferentes percepciones que tenemos respecto al futuro.

Hay otra diferencia sustantiva. Aunque los números de homicidios como porcentaje de la población son peores en Brasil, la realidad es que se trata de dos fenómenos distintos. Brasil enfrenta un enorme problema de criminalidad en algunas ciudades, comenzando por Río de Janeiro, pero no es un problema que se extiende día a día como ocurre en nuestro país. Más importante: los brasileños se han empeñado en construir capacidad policiaca y han optado por formas «creativas» de enfrentar sus males, como el hecho de llevar el mundial de futbol y las olimpiadas precisamente a Río, ambos proyectos concebidos, al menos en parte, como medios para limpiar zonas saturadas de delincuentes y transformar a la región.

Quizá la pregunta importante sea si México podría hacer algo similar, es decir, fortalecer al gobierno como factor de desarrollo y proteger y subsidiar a la planta productiva. El mercado interno de Brasil es mucho mayor al mexicano, lo que le da una relativa ventaja; sin embargo, la verdadera diferencia reside en que Brasil ha tenido una enorme fuente de financiamiento -sus exportaciones a China- que le ha permitido toda clase de proyectos (y excesos) a través del gasto. Además, los fondos que lograron obtener para el desarrollo de los nuevos campos petroleros le procurarán enormes flujos de dinero que, empleados inteligentemente, podrían hacer maravillas. Nosotros también hemos estado ahí: muchos recursos petroleros pero poca realización de largo plazo. El problema, allá y aquí, reside en la forma en que se emplea el dinero. Cuando cambien las condiciones externas, Brasil tendrá que realizar un gran ajuste fiscal: aunque tienen gran claridad de rumbo, no es obvio que vayan a ser más exitosos que nosotros.

México y Brasil optaron por distintos modos de interacción con el resto del mundo; sin embargo, nada garantiza que su modelo sea superior al nuestro. Lo que es claro es que el éxito reside en qué tan idónea es la estrategia para lograr el desarrollo: ninguno ha encontrado la piedra filosofal. Por todo ello, la diferencia fundamental es de enfoque y de visión: allá tienen optimismo de sobra. Un poco de buen liderazgo con claridad de rumbo aquí también podría hacer magia.

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Entrones por: Luis Rubio


22 May. 11

Se respira un aire de éxito y de oportunidad y hasta el más modesto de los ciudadanos habla del futuro. La pregunta es qué sustenta ese optimismo tan flagrante. Brasil impresiona por la actitud de su población y porque se han creído la posibilidad del desarrollo a pesar de los obstáculos que les impone su impenetrable burocracia, la deteriorada infraestructura y la existencia de oligopolios en un mercado tras otro. Lo que más me impresionó en una reciente visita fue lo «entrones» que son y la forma en que no se dejan intimidar por las condiciones adversas: en lugar de quejarse, ven cómo le hacen para ser exitosos. El contraste con México es impactante, pero no por su estrategia de desarrollo sino por la actitud de su gente.

La explicación más obvia de su éxito reciente reside en dos circunstancias: un entorno predecible, producto de un conjunto de reformas serias aunque relativamente modestas, pero sobre todo de la continuidad en la política económica. El presidente Cardoso llevó a cabo las reformas en los noventa y el presidente Lula las continuó sin alterar el curso: la retórica cambió pero el camino se mantuvo. Por otro lado, los brasileños han contado con el excepcional liderazgo de dos presidentes, sobre todo del segundo. Lula transformó a Brasil no sólo por su decisión de mantener el rumbo sino porque, al no cambiarlo ni implantar medidas radicales, consolidó las instituciones democráticas. Además, privilegió el futuro sobre los problemas cotidianos y convenció a la población. Actitud y liderazgo hicieron magia.

País interesante, grande y diverso, con distancias enormes, carece de una infraestructura ferroviaria, lo que satura las carreteras de camiones de carga. El comercio exterior padece de pésimos puertos y conexiones al interior. Las exportaciones más exitosas -carne, granos y minerales- funcionan porque su producción se encuentra cerca de la costa.

La pregunta obvia para un visitante mexicano es qué han hecho ellos que sea distinto, que les ha dado la fortaleza que hoy presumen. Sin duda, la diferencia reside en su actitud y el liderazgo, pues en términos estructurales hay más mito que realización. El gobierno brasileño recauda mucho más que el mexicano (la mayoría de la diferencia son impuestos locales) pero su gasto no es muy encomiable: más dinero no ha hecho sino promover y hacer posibles proyectos faraónicos como su capital y su política industrial.

El gran proyecto de Lula fue financiar a las familias más pobres con un programa similar a Oportunidades, que contribuyó (igual que aquí) a que varios millones de personas se incorporaran a los circuitos de consumo: su objetivo explícito fue crear una sociedad de clase media. Lo que Lula no abandonó fue la promoción de la industria local: el gobierno ha financiado la expansión de muchas empresas por el sólo hecho de ser brasileñas. El gran tema es quién y cómo ha pagado esto. La respuesta es muy simple: los impuestos tan elevados le generan fondos suficientes para toda clase de proyectos pero lo hace a costa de la población. Un automóvil Corolla, que en México cuesta $256 mil, para los brasileños tiene un costo de $524 mil. No hay comida gratuita.

Ahí yace la diferencia principal: en los ochenta México optó por colocar al consumidor como el beneficiario y objetivo de la política económica mientras que el brasileño privilegia al empresario. De ese enfoque estratégico se deriva todo el resto: el gobierno de ese país hace todo lo posible por fortalecer la capitalización de sus empresas, elevar su rentabilidad y protegerlas de la competencia. Eso no implica que el país esté cerrado a las importaciones, sino que su objetivo central reside en la construcción de una economía dirigida desde el gobierno. El resultado es que los consumidores tienen acceso a productos mucho más costosos y de menor calidad que los mexicanos. Algún día Brasil liberalizará su mercado y eso entrañará un severo ajuste por el que nosotros ya pasamos. Mucho de la historia está todavía por escribirse.

En contraste con Brasil, que ha sido consistente en su estrategia económica, nosotros hemos ido dando tumbos: una cosa se abre, otra se cierra. No hay consistencia, no hay sentido de dirección: no nos hemos atrevido a llevar el modelo ciudadano a la política, los monopolios y los privilegios. La ausencia de estrategia y de liderazgo explica en buena medida las diferentes percepciones que tenemos respecto al futuro.

Hay otra diferencia sustantiva. Aunque los números de homicidios como porcentaje de la población son peores en Brasil, la realidad es que se trata de dos fenómenos distintos. Brasil enfrenta un enorme problema de criminalidad en algunas ciudades, comenzando por Río de Janeiro, pero no es un problema que se extiende día a día como ocurre en nuestro país. Más importante: los brasileños se han empeñado en construir capacidad policiaca y han optado por formas «creativas» de enfrentar sus males, como el hecho de llevar el mundial de futbol y las olimpiadas precisamente a Río, ambos proyectos concebidos, al menos en parte, como medios para limpiar zonas saturadas de delincuentes y transformar a la región.

Quizá la pregunta importante sea si México podría hacer algo similar, es decir, fortalecer al gobierno como factor de desarrollo y proteger y subsidiar a la planta productiva. El mercado interno de Brasil es mucho mayor al mexicano, lo que le da una relativa ventaja; sin embargo, la verdadera diferencia reside en que Brasil ha tenido una enorme fuente de financiamiento -sus exportaciones a China- que le ha permitido toda clase de proyectos (y excesos) a través del gasto. Además, los fondos que lograron obtener para el desarrollo de los nuevos campos petroleros le procurarán enormes flujos de dinero que, empleados inteligentemente, podrían hacer maravillas. Nosotros también hemos estado ahí: muchos recursos petroleros pero poca realización de largo plazo. El problema, allá y aquí, reside en la forma en que se emplea el dinero. Cuando cambien las condiciones externas, Brasil tendrá que realizar un gran ajuste fiscal: aunque tienen gran claridad de rumbo, no es obvio que vayan a ser más exitosos que nosotros.

México y Brasil optaron por distintos modos de interacción con el resto del mundo; sin embargo, nada garantiza que su modelo sea superior al nuestro. Lo que es claro es que el éxito reside en qué tan idónea es la estrategia para lograr el desarrollo: ninguno ha encontrado la piedra filosofal. Por todo ello, la diferencia fundamental es de enfoque y de visión: allá tienen optimismo de sobra. Un poco de buen liderazgo con claridad de rumbo aquí también podría hacer magia.

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Entrones por: Luis Rubio


22 May. 11

Se respira un aire de éxito y de oportunidad y hasta el más modesto de los ciudadanos habla del futuro. La pregunta es qué sustenta ese optimismo tan flagrante. Brasil impresiona por la actitud de su población y porque se han creído la posibilidad del desarrollo a pesar de los obstáculos que les impone su impenetrable burocracia, la deteriorada infraestructura y la existencia de oligopolios en un mercado tras otro. Lo que más me impresionó en una reciente visita fue lo «entrones» que son y la forma en que no se dejan intimidar por las condiciones adversas: en lugar de quejarse, ven cómo le hacen para ser exitosos. El contraste con México es impactante, pero no por su estrategia de desarrollo sino por la actitud de su gente.

La explicación más obvia de su éxito reciente reside en dos circunstancias: un entorno predecible, producto de un conjunto de reformas serias aunque relativamente modestas, pero sobre todo de la continuidad en la política económica. El presidente Cardoso llevó a cabo las reformas en los noventa y el presidente Lula las continuó sin alterar el curso: la retórica cambió pero el camino se mantuvo. Por otro lado, los brasileños han contado con el excepcional liderazgo de dos presidentes, sobre todo del segundo. Lula transformó a Brasil no sólo por su decisión de mantener el rumbo sino porque, al no cambiarlo ni implantar medidas radicales, consolidó las instituciones democráticas. Además, privilegió el futuro sobre los problemas cotidianos y convenció a la población. Actitud y liderazgo hicieron magia.

País interesante, grande y diverso, con distancias enormes, carece de una infraestructura ferroviaria, lo que satura las carreteras de camiones de carga. El comercio exterior padece de pésimos puertos y conexiones al interior. Las exportaciones más exitosas -carne, granos y minerales- funcionan porque su producción se encuentra cerca de la costa.

La pregunta obvia para un visitante mexicano es qué han hecho ellos que sea distinto, que les ha dado la fortaleza que hoy presumen. Sin duda, la diferencia reside en su actitud y el liderazgo, pues en términos estructurales hay más mito que realización. El gobierno brasileño recauda mucho más que el mexicano (la mayoría de la diferencia son impuestos locales) pero su gasto no es muy encomiable: más dinero no ha hecho sino promover y hacer posibles proyectos faraónicos como su capital y su política industrial.

El gran proyecto de Lula fue financiar a las familias más pobres con un programa similar a Oportunidades, que contribuyó (igual que aquí) a que varios millones de personas se incorporaran a los circuitos de consumo: su objetivo explícito fue crear una sociedad de clase media. Lo que Lula no abandonó fue la promoción de la industria local: el gobierno ha financiado la expansión de muchas empresas por el sólo hecho de ser brasileñas. El gran tema es quién y cómo ha pagado esto. La respuesta es muy simple: los impuestos tan elevados le generan fondos suficientes para toda clase de proyectos pero lo hace a costa de la población. Un automóvil Corolla, que en México cuesta $256 mil, para los brasileños tiene un costo de $524 mil. No hay comida gratuita.

Ahí yace la diferencia principal: en los ochenta México optó por colocar al consumidor como el beneficiario y objetivo de la política económica mientras que el brasileño privilegia al empresario. De ese enfoque estratégico se deriva todo el resto: el gobierno de ese país hace todo lo posible por fortalecer la capitalización de sus empresas, elevar su rentabilidad y protegerlas de la competencia. Eso no implica que el país esté cerrado a las importaciones, sino que su objetivo central reside en la construcción de una economía dirigida desde el gobierno. El resultado es que los consumidores tienen acceso a productos mucho más costosos y de menor calidad que los mexicanos. Algún día Brasil liberalizará su mercado y eso entrañará un severo ajuste por el que nosotros ya pasamos. Mucho de la historia está todavía por escribirse.

En contraste con Brasil, que ha sido consistente en su estrategia económica, nosotros hemos ido dando tumbos: una cosa se abre, otra se cierra. No hay consistencia, no hay sentido de dirección: no nos hemos atrevido a llevar el modelo ciudadano a la política, los monopolios y los privilegios. La ausencia de estrategia y de liderazgo explica en buena medida las diferentes percepciones que tenemos respecto al futuro.

Hay otra diferencia sustantiva. Aunque los números de homicidios como porcentaje de la población son peores en Brasil, la realidad es que se trata de dos fenómenos distintos. Brasil enfrenta un enorme problema de criminalidad en algunas ciudades, comenzando por Río de Janeiro, pero no es un problema que se extiende día a día como ocurre en nuestro país. Más importante: los brasileños se han empeñado en construir capacidad policiaca y han optado por formas «creativas» de enfrentar sus males, como el hecho de llevar el mundial de futbol y las olimpiadas precisamente a Río, ambos proyectos concebidos, al menos en parte, como medios para limpiar zonas saturadas de delincuentes y transformar a la región.

Quizá la pregunta importante sea si México podría hacer algo similar, es decir, fortalecer al gobierno como factor de desarrollo y proteger y subsidiar a la planta productiva. El mercado interno de Brasil es mucho mayor al mexicano, lo que le da una relativa ventaja; sin embargo, la verdadera diferencia reside en que Brasil ha tenido una enorme fuente de financiamiento -sus exportaciones a China- que le ha permitido toda clase de proyectos (y excesos) a través del gasto. Además, los fondos que lograron obtener para el desarrollo de los nuevos campos petroleros le procurarán enormes flujos de dinero que, empleados inteligentemente, podrían hacer maravillas. Nosotros también hemos estado ahí: muchos recursos petroleros pero poca realización de largo plazo. El problema, allá y aquí, reside en la forma en que se emplea el dinero. Cuando cambien las condiciones externas, Brasil tendrá que realizar un gran ajuste fiscal: aunque tienen gran claridad de rumbo, no es obvio que vayan a ser más exitosos que nosotros.

México y Brasil optaron por distintos modos de interacción con el resto del mundo; sin embargo, nada garantiza que su modelo sea superior al nuestro. Lo que es claro es que el éxito reside en qué tan idónea es la estrategia para lograr el desarrollo: ninguno ha encontrado la piedra filosofal. Por todo ello, la diferencia fundamental es de enfoque y de visión: allá tienen optimismo de sobra. Un poco de buen liderazgo con claridad de rumbo aquí también podría hacer magia.

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